Martin Amis



Martin Amis es considerado uno de los escritores contemporáneos más trascendentes. Hijo de un escritor (Kingsley Amis) y casado con una mujer uruguaya (vivió dos años y medio en Uruguay), tuvo un éxito temprano con su escritura. Es considerado por algunos "El escritor más norteamericano de Inglaterra". A continuación el comienzo de su libro "Dinero. Carta de un suicida"

Esto es la carta de un suicida. Cuando hayan terminado ustedes de leerla (y esta
clase de cartas hay que leerlas despacio, centrando la atención en las claves, en los detalles delatores), John Self* habrá dejado de existir. En cualquier caso, la idea es ésa. Pero con las cartas de los suicidas nunca sabe uno a qué atenerse, ¿no es cierto? Si consideramos todo el conjunto de la vida planetaria, hay más cartas suicidas que suicidas. En este sentido son como los poemas: casi todo el mundo intenta alguna vez escribir una carta de suicida, tanto si tiene talento para escribirla como si carece de él.
 
Todos nosotros las escribimos mentalmente. Por lo general, lo que importa es la carta. La terminamos, y luego continuamos nuestro viaje a través del tiempo. Lo que queda suspendido no es la vida, sino la carta. O al revés: la muerte. Pero con las cartas de los suicidas nunca sabe uno a qué atenerse, ¿no es cierto? ¿A quién está dirigida la carta? ¿A Martina, a Fielding a Vera, a Alec, a Selina, a Barry..., a John Self? No. Está dirigida a ustedes, los que están ahí afuera,  queridos, amables lectores.
M.A.
Londres, septiembre, 1981

El nombre del protagonista y narrador en primera persona de esta novela, John Self, posee una amplia gama de significados: Juan Yo, Juan él Mismo, etc. El lector español debe recordar esta polivalencia intraducible, sobre todo en el desenlace de la novela, pues allí desempeña un papel importante en la resolución de la trama. (N. del T.)
 
CAPÍTULO UNO
 
Cuando mi taxi salió del FDR Drive, a la altura de las primeras Hundred, un Tomahawk con la suspensión baja, rebosante de jóvenes negros, salió como un tiburón de una calle lateral y se cruzó justo por delante mismo de nuestra proa. Nosotros nos escoramos, y nos dimos contra un repliegue o arruga afilada: acompañado de un estampido semejante al disparo de un rifle, el techo del taxi se hundió y me dio en plena cabeza. En realidad no me hacía falta nada de eso, se lo aseguro, porque de todos modos la cabeza y la cara, la espalda y el corazón, ya me dolían constantemente, y porque aún estaba borracho y enloquecido y desesperado tras el viaje en avión.
 
—Joder —dije.
 
—Eso —dijo el taxista desde el otro lado del tronchado plástico de separación—. Su puta madre.
 
Mi taxista era cuarentón, flaco, más bien calvo. El poco pelo que le quedaba le caía, largo y húmedo, sobre el cuello y los hombros. No otra cosa son, para el pasajero, todos los taxistas de ciudad: cuellos locos, pelambres locas. Este cuello loco estaba explosivamente picado de granos y pecas, y poseía un resto de virulencia adolescente en el vivo bermellón de las orejas. Se quedó tumbado en su rincón, con las manos inertes sobre el volante.
 
—Bastarían unos cien tíos, cien tíos como yo —dijo, disparando su voz hacia atrás—, para echar de esta ciudad a todos los negratas y demás gamberros. Yo le escuchaba, desde mi asiento. Debido a esa reciente enfermedad a la que ha bautizado con el nombre de tinnitus,* desde hace unas semanas mis oídos oyen cosas, cosas no estrictamente auditivas. Despegues de reactores, roturas de cristales, hielo machacado. Ocurre casi siempre por la mañana, pero también a otras horas. Me ha ocurrido, por ejemplo, en el avión, o eso creo.
 
—¿Cómo? —grité—. ¿Cien tíos? No son muchos.
 
—Podríamos lograrlo. Provistos de los tiros adecuados, lo lograríamos.
 
—¿Tiros?
 
—Sí, tiros. Automáticos. Del cincuenta y seis.

Ciertos sonidos percibidos por el oído sin causa exterior objetiva. (N. del T.)
Me recosté en el respaldo y me froté la cabeza. Me había pasado dos horas de Inmigración, maldita sea. Soy un antigenio para las colas. Ya saben cómo va la cosa. Jojojo, pienso cuando, a empujones y codazos, me coloco al final de la cola más corta. Pero la cola más corta es la más corta de las colas debido a un interesante motivo. Todos los que están delante de mí son venusinos, pterodáctilos, hombres y mujeres procedentes de un flujo temporal alternativo. Todos y cada uno de ellos han de ser viviseccionados e inspeccionados por el nada sonriente monstruo de ciento veinte kilos que aguarda en su cubículo iluminado.
 
—¿Negocios o placer? —me preguntó finalmente ese tipo.
 
—Espero que sólo negocios —le dije, y hablaba en serio.
 
Con los negocios no suelo tener problemas. Es el placer lo que me mete en todos estos carísimos líos... Después, media hora en la aduana, y otra media hasta que tomé este taxi; sí, y luego todo ese serpentear demencial, todos esos regateos del taxi por las calles. He conducido por Nueva York. Cinco manzanas bastan para dejarte reducido al llanto y la náusea, de tanta barbarie. De modo que, ¿qué pasa con la pandilla de mamones que se ganan la vida conduciendo taxis? Que lo pruebe el que se atreva.
 
—¿Y por qué tendrían que hacer ustedes una cosa así? —le dije.
 
—¿Eh?
 
—Lo de matar a todos los negratas y demás gamberros.
 
—Porque creen que todos los taxistas —dijo, y alzó una mano destrozada del volante— somos unos mierdas.
 
Suspiré y me incliné hacia adelante.
 
—¿Sabe una cosa? —le dije—. Es usted un mierda. Hasta ahora pensaba que eso no era más que una palabrota. Usted es el primer auténtico mierda con el que he tropezado.
 
Nos enfrentamos. Alzándose en su asiento, el taxista se volvió poco a poco hacia mí. Tenía la cara mucho más horrible, sabrosa, mucho más útil de cuanto hubiera podido imaginarme: una cara de percebe, algo femenina, con ojos brillantes y labios gazmoños, como si hubiese otra cara, la cara real, debajo de esa máscara de piel.
 
—Vale, tío. Bájese del taxi. ¡He dicho que se baje del jodido taxi!
 
—Bueno, bueno —dije, empujando la maleta a través del asiento.
 
—Veintidós dólares —dijo él—. Lo que marca el taxímetro.
 
—No pienso darle ni cinco —dije—. So mierda.
 
Sin variar el ángulo de su mirada, metió la mano bajo el salpicadero y tiró de una palanca especial. Las cuatro puertas quedaron cerradas con un ruido de metal engrasado.
 
—Óigame bien, cacho cabrón —comenzó—. Estamos en el cruce de la Noventa y nueve y la Segunda. El dinero. Deme el dinero.
 
Dijo que me llevaría veinte manzanas más allá y que me echaría de un puntapié, en medio de la negrada. Dijo que para cuando los negros acabaran conmigo, yo habría quedado reducido a un montón de pelo y dientes. Llevaba algunos billetes de mi último viaje. Le di uno de veinte dólares a través del plástico roto. El taxista liberó las puertas y salí. No había nada más que decir.
 
De modo que ahora me encuentro aquí, con mi maleta, golpeado por la luz, en una isla de lluvia. A mi espalda hay una tremenda masa de agua, y el corsé industrial del FDR Drive... Ya deben de ser cerca de las ocho, pero el sollozante aliento del día esconde aún su brillo, un brillo de cloaca, muy desdichado: con lluvia y goteras. Al otro lado de la sucia calle, tres críos negros haraganean en el portal de una tienda de bebidas alcohólicas. Pero yo soy mayor, fuerte, una madre temible, y los críos parecen estar demasiado deprimidos para venir a buscarme las cosquillas. Desafiante, echó un buen trago de mi whisky libre de impuestos. Y eso que hace horas que fue medianoche, mi límite para la bebida. Dios, cómo detesto esta película. Y eso que apenas está empezando.
 
Busqué un taxi, pero no se presentó ninguno. Me encontraba en la Primera; no, en la Segunda, la Primera está en la parte alta de la ciudad. Todos los taxis debían de estar desviándose hacia el otro lado, para tomar la Segunda y Lexington. Llevo medio minuto en Nueva York y ya empiezo a caminar, el largo recorrido por la Noventa y nueve hacia abajo.
 
Hace un mes no hubiera hecho una cosa así. Entonces no lo hubiera hecho. Entonces trataba de eludir los líos. Ahora, sólo espero. Las cosas me sobrevienen. En serio. Aparecen y ocurren. Me quedo mirando, esperando... Dicen que la inflación está limpiando la ciudad. La gente de pasta se está arremangando la camisa y barriendo la inmundicia. Pero aquí siguen pasando cosas. Bajas del avión, miras a tu alrededor, aspiras profundamente..., y cuando
vuelves en ti te encuentras en calzoncillos, en algún lugar al sur del Soho, o en una camilla con bandeja de plata y una chapa en el pecho y un tipo que te dice, Buenos días, caballero. Qué tal se encuentra hoy. Serán quince mil dólares...

Aquí siguen ocurriendo cosas, y alguna cosa espera a que yo llegue para ocurrirme. Lo sé. Recientemente, mi vida es como un chiste de los que te hielan la sangre. Recientemente, mi vida ha comenzado a adquirir forma. Hay algo que
me espera. Yo espero. Pronto, esa cosa dejará de esperar, el día menos pensado.
Pueden ocurrir cosas espantosas en cualquier momento. Esto es lo más espantoso.
 
El miedo pisa fuerte en este planeta. El miedo manda y ordena y domina. El miedo nos tiene bien cogidos a todos los que vivimos aquí abajo. Es cierto, tío. Tía, no te engañes a ti misma... Cualquier día avanzaré un paso y me daré de bruces contra el miedo. Y pienso seguir andando. Alguien tiene que hacerlo. Seguiré andando y diré. Vale ya, joder. Esto se acabó. Llevas demasiado tiempo
empujándonos a todos. Te has tropezado con un tipo que no traga. Se acabó. Aparta.
 
Los matones, según he oído decir, son en el fondo unos cobardes. El miedo es un matón, pero algo me dice que el miedo no es ningún cagado. El miedo, me temo, es en realidad increíblemente valiente. El miedo me llevará hasta la puerta, me empujará a un callejón, entre vacías cajas de embalaje y cubos de basura, y me enseñará quién manda aquí... Quizá pierda un par de dientes, no sé, o tal vez me rompa el brazo, ¡o me dejará un ojo jodido! El miedo podría ponerse como un loco furioso, son cosas que he visto ocurrir, convertirse en destrucción pura ṕara la que nada importa. Quizá yo necesite algún apoyo, alguna herramienta, algún ecualizador. Pensándolo bien, quizá será mejor que deje al miedo en paz. Puestos a pelear, soy valiente o implacable o indiferente o injusto. Pero el miedo me asusta de verdad. Pelea como nadie, y de todos modos estoy muy asustado.

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