A mi hermano le debía la publicación de este poema. Aquí está.
Cuántas mañanas frías de invierno
la voz de Neber
en vivo y en directo
los avisos de Casa Metro
y vos
girando y girando
entre las sábanas
hacías crujir tus
muelas
de esa manera tan
particular
con el sufrimiento comprimido
que no quería
salir
Cuántas piñas en tu hombro
cuántas imitaciones, burlas
tantas pelotas pinchadas
cuando aún pudimos
gritar a coro
los goles de Morena
con el relato de Barisoni
con el
comentario de Paullier
Los gritos de mamá que suenan a lo lejos
levantándose
histérica de sus siestas de Valium
de sus sueños
de Mogadon y Rohypnool,
después,
supimos
probar de eso también
Cuántas corvinas, blancas, negras
y la pugna por
ver quien lanza más lejos
tan lejos como papá tal vez
que lanzaba
cada vez más cerca
que se hundía y
se hundía
y se condenaba y condenaba al país
y emigraba en
su mente
y nos dejaba huérfanos en la conciencia
libres de
ideales y de compromisos
sin nada que
defender,
sin identidad
Los gritos de Janis Joplin que suenan aqui cerca
la música
atronando a la hora del almuerzo
tantas radios a todo volumen
que aúllan y gritan sin cesar
lo que no pudiste gritar y aullar
mi rocanrol, tu
rocanrol
Cuántos fasos mal armados, sonrientes
danzando en la
guitarra mirlo de Pat Metheny
pensando en
tantas charlas de Lacan y Popper
Marcuse,
Adorno,
Budismo Zen
Los pocos momentos de proximidad
las confesiones, los secretos
la depresión
las pastillas
el llanto silencioso,
las conversaciones infinitas
donde nada de lo
dicho
sirvió para alejarte del naufragio
que no supe ver
(no supe
ver...)
La mañana de verano en que no quise verte
cuando se fue lo poco que quedaba
de mi agonizante ingenuidad
y probé el verdadero
único
y auténtico
gusto de la amargura y el dolor
Y la gota de sangre que quedaba
sobre la pileta de ese baño
que vio tantos vómitos y diarreas
tantas eyaculaciones,
y la bala de calibre 22
que aún no entiendo como puede llevarse a alguien
tan lejos
que nunca más lo volvemos a encontrar
Si tu muerte forma parte de mi vida
y por ella he
de sacar conclusiones
prefiero seguir
inconcluso
y tenerte de
vuelta
para mi asombro
y alegría
Pero si no puedo
entonces
que tu alma
viaje libre
y encuentre el
camino de la paz
y del Nirvana
hermanito mío
querido Daniel
Varón, mis respetos. Es un poema demasiado tremendo como para llamarlo bueno. O malo. Pega como una piña de Mike Tyson. Está más allá de todo estilo.
ResponderEliminarNo sabía que tu hermano se llamaba también Daniel. Y hace más de catorce años que nos conocemos...
Un abrazo:
Daniel
PS: Esto se lo escribí a mi hermana, que me llevaba dos años, cuando la superé en edad.
YA SOY TU HERMANO MAYOR
Y Mamá te pidió perdón
“por no haberte cuidado lo suficiente”, dijo. Tu mínima lápida,
gastada por tres años de pleno ejercicio de la muerte,
estaba casi ilegible.
Llovía gris y soplaba frío. Mamá, chiquita y tan lisiada
por ochenta y seis años de vida, veinticinco de ellos hombreando
tu locura
y tres más cargando tu ausencia,
le dijo a la piedra: “Yo creo que después de la muerte no hay nada”.
Después volvió a llorar.
La lápida a duras penas cuchicheaba:
“Ana Arias, 18-11-1951, 2-08-2000”.
Yo masticaba ese mensaje.
Los dos primeros aniversarios fueron mejores.
El cementerio glorioso de sol,
zorzales dando saltitos y voces en el pasto impecable.
Cazando gusanos.
Ahora es cuando tu historia duele. Cuando se va diluyendo.
La Tierra pasó por tercera vez por el punto donde estaba
cuando saltaste nueve pisos y le pusiste fin
a demasiada miseria y a las voces, las voces.
En una de esos giros planetarios me nació Tommy, un bebé
gordito, poblado de Fuerzas.
Lo veo haciendo sus gluglús y blablás y te imagino de tía,
sonriente, malherida, diciendo:
“Que éste tenga suerte. Que éste pueda”.
Yo te escucho, oigo el silencio que quedó de vos.
Siento también lo pobre que me dejó tu largo naufragio, lo roto profundo.
Pienso el planeta loco y deshabitado donde siguen rugiendo tus pesadillas,
aún vigorosas,
letales.
Y que visito a veces, para buscar tus huellas.
Que no alcance con tu muerte para curarme, no lo entiendo.
Que yo haya quebrado así adentro, como del rayo, no lo entiendo.
Que yo deba romperme todo, brutal, minucioso.
Una vez te regalé un gato, Misty Brown,
pero se enfermó y lo tenían a maltraer los otros gatos de Avellaneda
y un buen día no apareció más.
Las historias empezaban a morir alrededor tuyo.
Tus hijos no estuvieron el día del entierro, soleado y frío, inaugural.
Tocar la madera de tu ataúd antes de que lo bajen a la fosa, gesto tan preñado
y árido y repetido.
Tan silencioso.
Y ahora tres años después, agacharme a acariciar
con las yemas
la pequeña lápida donde tu historia,
aunque resumida,
tampoco soporta el exceso de las cosas:
las lluvias, soles, pájaros, el enjambre de segundos, el laberinto de tiempo.
Y se va gastando.
Es el olvido, Ana, en cuya carne fuimos construídos.
Es lo que hay más allá de la nada.
Porque tal vez nuestras historias son sólo palabras en una Historia.
E importan tras haber sido dichas.
Como importa cada ladrillo en la pared.
No vemos la pared.
Llueve. Hace frío. Tres años ya.
Los pajaritos que se comen los gusanos que se nutrieron de vos
ahora se han volado a una rama para protejerse de la lluvia, y no saben
que Ana
o algo de Ana nos mira
desde sus ojos.
Y ven, en el césped casi azul, empapado,
a una temblorosa vieja de 86 que no logra llorar o hablar del todo,
y un gris hermano que cursa los 49,
como vos
cuando decidiste simplificar.
Daniel E. Arias
04-08-03